No fue como dicen el último adiós.

Lo que se vivió ayer en torno al Negro Fontanarrosa fue apenas el comienzo de la despedida. A familiares, amigos, conocidos y parientes, se sumó una multitud acongojada que espontáneamente se mezcló con los más íntimos, tanto en el velorio como en el sepelio, que tuvo lugar al mediodía en Granadero Baigorria. Ancianos, bebés y familias enteras lo aplaudieron y vivaron con fervor futbolístico y ternura. Hasta le cantaron la marcha de Central en un alto que hizo el cortejo frente a la cancha de sus amores. No faltaron las personalidades del ámbito político y cultural, las lágrimas, el azul y amarillo, y los abrazos prolongados. Tampoco estuvieron ausentes quienes, entre la indignación y el dolor, aún se niegan a asimilar que la ciudad perdió a unos de sus seres más queridos. “¡Fuerza, Negro!”, gritó un vecino, como alentándolo a seguir. Se había anunciado que a las 11 partiría el cortejo desde la casa velatoria (Salta 3070). Pero la gente, a pie y en auto, se congregó de a decenas en la puerta mucho antes, y se hizo necesario cortar el tránsito para ordenar la salida del primer auto que encabezaría la caravana hacia el cementerio.  En un árbol ubicado a la entrada de la casa velatoria colgaba una bufanda auriazul rayada, y el color se repetía incesante en gorros, camisetas y banderas. En esos tonos se los vio a los mellizos Martín y Jeremías Brulé, de tres meses, y a Tomás, Leonardo y Virginia, de 17, 18 y 17 años respectivamente, quienes enfundados en sus camisetas dijeron que estaban allí sólo en calidad de “hinchas, como el Negro”. En medio del clima de tristeza, ingresó el intendente Miguel Lifschitz. Pocos repararon en él. Faltaban pocos minutos para que se escuchara el primer aplauso de la gente, tras el cierre del cajón. Luego comenzaron a descender por las escaleras y hacia la calle, propios y extraños. Daniel Rabinovich (integrante de Les Luthiers), aún lloroso; Celia Pérez, una rosarina de 85 años, que con bastón y muy conmovida dijo ser “una abuela incondicional del Negro”; los amigos de la Mesa de los Galanes y otros de la vida; su hijo Franco, que escapó de los flashes por un costado; su madre, Rosita; su mujer; y muchos, muchos desconocidos. Mientras esto sucedía, Luciano, un empleado de la casa de sepelios, no dejaba de contestar llamados telefónicos. “Es la gente preguntando por dónde irá la caravana”.


En Baigorria. El trayecto hacia el cementerio Parque la Eternidad de Granadero Baigorria, no fue menos emotivo. Allí, bajo un gazebo que se levantaba en un despojado espacio verde, se inhumaron los restos del Negro. En el mediodía soleado, hubo momentos de recogimiento y también de desubicación. El hijo de Fontanarrosa tuvo que pedir silencio a los periodistas que realizaban sus crónicas a viva voz y a pocos centímetros de la sepultura. Alguien había colocado un banderín canalla sobre el ataúd y también césped del Gigante de Arroyito. Sobre ellos cayeron, de a una, varias flores. Pero una, arrojada por una amiga cercana del Negro, quedó clavada y en vertical sobre la tapa del cofre. “El Negro se debe estar cagando de risa de nosotros”, dijo la mujer, entre la risa y el llanto.

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